A pesar de su reputación de listos, los anticuarios dejan muchas veces escapar ocasiones magníficas. No hace muchos años, uno de estos traficantes compró en un convento de Toledo, por una cantidad insignificante (creemos que no pasó de 11.000 pesetas), unos tapices magníficos, que poco después vendía en París por más de 100.000 francos.
En cambio, algunos años antes, un español había estado paseando por todo París una joya de arte antigua, verdaderamente única, y que hoy es gala del Museo Británico, sin encontrar quien la comprara, aunque el precio que pedía por ella era ridículamente barato.
La tal joya, notable sobre toda comparación, y de historia muy curiosa, era una gran copa de oro macizo de 27 centímetros de altura, con tapadera, y profusamente decorada con admirables composiciones en esmalte. En la tapa y en la copa, los esmaltes representaban escenas de la vida de Santa Inés, mientras que al pie había emblemas de los cuatro Evangelistas. Hasta en el interior de la tapa y de la copa se veían adornos, en forma de medallón. En conjunto, era, un magnífico ejemplar de joyería, que reflejaba el sentimiento estético y el estilo del siglo XIV.
La vieron Spitzer, Sommerard y otros anticuarios inteligentes y ricos, y del examen que hicieron de ella salieron tan escamados, que ninguno la quiso. Los esmaltes eran demasiado perfectos y las labores demasiado finas para que la copa pudiera haber sido labrada en fecha tan remota como parecían indicar otros detalles del cáliz. Además, el interior de éste se hallaba decorado como hemos dicho, y es sabido que los cálices que sirven para celebrar no deben tener adorno alguno en el interior. Y, por último, debajo de la taza de la copa había una inscripción latina en caracteres del siglo XVII, y resultaba inexplicables aquellas letras con los caracteres góticos, que campeaban, en forma de lemas, sobre las escenas de la vida de Santa Inés. Era, indudablemente, un anacronismo burdo que denunciaba la ignorancia del falsificador.
El español que ofrecía en venta la copa se negaba a dar explicaciones que pudieran esclarecer la autenticidad de tan extraño objeto de arte. Hablaba muy mal el francés, parecía tener mucha prisa y mucha necesidad de dinero, o no tenía la conciencia tranquila en cuanto a la procedencia de la copa.
El último aficionado a quien visitó fue el barón de Pichon, dueño de una de las colecciones de joyas antiguas más notables que ha habido en el mundo. La copa le impresionó grandemente; pero al poco rato surgieron en su mente las mismas dudas que en la de los anticuarios de la vecindad de la rue Lafitte, y se negó a adquirirla. No bien había vuelto las espaldas el español, cuando un criado del barón lo alcanzó, diciéndole que su amo deseaba hablarle. La primera impresión había triunfado, y el célebre coleccionista pidió al vendedor que le dejase la copa hasta el día siguiente, para examinarla con detenimiento. Cuando volvió el español, el barón, después de algunos regateos, se quedó definitivamente con la copa, pagando por ella 9.000 francos.
Los anticuarios y los coleccionistas de Paris discutieron mucho la compra. El barón se rió de sus críticas, limitándose a decir que la copa le gustaba más que el dinero que había dado por ella, y que, después de todo, como pesaba 2.105 gramos de oro, su valor intrínseco era de 6.700 francos; de modo que la diferencia no llegaba a 500 duros, cantidad nada excesiva para recompensar la mano de obra de un artista moderno de tanto talento como el que había sido preciso para labrar aquella copa y hacer aquellos esmaltes tan maravillosos.
Porque es de notar que los esmaltes que decoraban la copa eran traslucidos y adherentes al metal; circunstancia rarísima, porque los esmaltes traslucidos se hacían siempre en superficies muy pequeñas, debido a la dificultad de cocerlos; y cuando había que decorar con ellos algún objeto importante, mejor que meter en los hornos el conjunto, se cocía la ornamentación en piezas o placas pequeñas, que luego se soldaban sobre el objeto que habían de decorar.
Enamorado de la copa el barón de Pichon, no paró hasta averiguar cuál era su origen. Costóle larguísimas investigaciones, rebuscando libros y archivos.
La inscripción latina, llena de abreviaturas, que tenía la copa a lo largo de la base de la taza decía, traducida al castellano: “Juan de Velasco, Condestable, agradecido al rey de la Gran Bretaña, consagra a su regreso a su país, a Cristo, el Pacificador, esta copa de oro macizo procedente del real tesoro de Inglaterra, y monumento de la paz concluída entre los reyes”.
Aquellas frases fueron las que pusieron al barón sobre la pista. Principió por averiguar quién era el Condestable, que no fue otro que el de Castilla, don Juan de Velasco, y luego, en un curioso relato que dicho Condestable hizo imprimir en Amberes relatando minuciosamente su misión en Londres, cuando el rey de España le envió en clase de embajador para que concluyese un Tratado de paz y de amistad con el monarca inglés, pudo leer lo siguiente: “Martes, 31 de Agosto de 1.604.- Al obscurecer trajeron al Condestable los regalos del rey. Consistían en gran cantidad de vajilla de plata, preciosa por su peso, y porque había sido usada por los antecesores del rey. Había especialmente un jarro de oro, con su plato y tres grandes copas de oro, una de ellas decorada con imágenes de santos, en esmalte, de labor antiquísima”. Estos datos y otros encontrados en los inventarios del tesoro de los reyes de Inglaterra con fecha anterior a 1.604, no dejaron la menor duda de que la copa vendida por el español en París era la regalada por Jacobo I al Condestable D. Juan de Velasco.
¿Cómo había ido a París aquella joya? ¿Había sido robada?
El regresar de su embajada el Condestable, que era patrono del convento de las Huelgas, en Medina de Pomar, le hizo donativo de la copa que le diera el monarca inglés, si bien haciendo constar, en acto de donación que se hizo ante un célebre notario de Burgos, que la comunidad no podría nunca desprenderse de aquella copa ni de los demás objetos que donaba, ni siquiera prestarlos, aun cuando fuese con la autorización del Papa o de sus legados, y que si lo hiciere, tendría derecho el capellán de la capilla del Condestable de la catedral de Burgos a confiscar los donativos. Pasaron los años, y aún los siglos. El en otro tiempo opulento monasterio de las Huelgas, de Medina de Pomar, llegó a la mayor miseria, y entonces las monjas, echando mano de la copa, decidieron venderla.
Cuando el duque de Frías, heredero directo del Condestable, se enteró de la venta hecha en París, escribió una carta atenta al barón de Pichon explicándole lo sucedido e invitándole a que devolviese la copa a la capilla del Condestable de la catedral de Burgos. Negóse el barón, y hubo un pleito largo y ruidoso, en que intervinieron los letrados más célebres de Francia. Pero los Tribunales de París sentenciaron en contra del duque.
El barón continuó dueño de la maravilla artística durante diez años. Por último en 1.892, después de muchas negociaciones, cedió el Museo Británico, por 272.000 pesetas, la que ya se llamaba Copa del Condestable, aunque las monjas del convento de las Huelgas la llamaban “la copa del rey de Turquía”.
Hoy día puede verse en el salón de joyas de aquel gran Museo, frente al no menos célebre Vaso de Portland.
**Artículo del 13 de junio de 1901
Fernando Grijalba (escritor) Alrededor del mundo – D. Manuel Alhama (WANDERER)